viernes, 9 de noviembre de 2007

El cocinero valiente.

Cuentan que hace mucho, mucho tiempo, en algún lugar de esta tierra, vivió un formidable guerrero que gano fama y fortuna luchando por la causa de un rey, que no viene ahora a cuento. En premio a sus servicios, dicho rey, concedió al tal guerrero, títulos de nobleza, tierras para su beneficio y el canto a sus proezas, que el rey mismo, apremió al mejor de sus bardos a elaborar...

Y pasaron los años, como pasan, cuando la paz ganada en batallas sin cuento, se instala en la vida de los hombres...

El formidable guerrero se aposentó en sus tierras, se aposentó en su pequeño reinado, se aposentó en su nueva vida rodeada de comodidades y caprichos... y le crecieron la panza, las posaderas y el orgullo, más allá de lo que crecieron sus músculos al calor de las batallas... se tornó pues, en uno más de los gobernantes de genio cambiante de este mundo... y pues el tiempo en dirimir batallas, no le dio para mas estudios, todo su capricho lo volcó en saciar su gula y su orgullo hasta el punto, que la fama de sus banquetes, pronto se hizo oír de una punta a la otra del mundo de aquel tiempo. Y el guerrero se tornó en un sibarita de la mesa, hasta el punto que mandó reclamo a los cuatro puntos cardinales en demanda de los mejores cocineros, en busca de aquel que habría de saciar su apetito...

Y uno tras otro, en número sin fin, los cocineros fracasaban en el intento de saciar el exquisito paladar del señor de aquellas tierras...

- ¡Ay señor... eso es todo lo que sabes hacer, charlatán de los pucheros!...¡quitate de mi vista, rápido, antes que te mande a pudrirte en mis mazmorras!...

Y así, uno tras otro...

- ¡Solamente una vez hallé alguien que supo despertar mi curiosidad con su arte en los fogones, más ni ese, supo contentar mi estómago!...

Se lamentaba el señor por los pasillos de la mansión, como alma en pena, con el recuerdo de la única comida que sació su curiosidad y su instinto sibarita, más no su hambre pantagruélica. Con el recuerdo del único cocinero que una vez casi logró ganar el desafío...

Algunos años más pasaron, y así, del modo en que suele ocurrir en los cuentos, un día inesperado, le fue anunciado al señor de aquellas tierras, que un nuevo cocinero solicitaba audiencia. Con desgana, casi con hastío, la audiencia le fue concedida y ante él se presentó el nuevo cocinero. Y cual sería su sorpresa que, desde su misma entrada, no tuvo por menos que fijarse en él. Y no era para menos.

El pretendido nuevo cocinero, que se atrevía a tomar el reto de saciar su apetito y su curiosidad con su arte en los fogones, entró en la estancia. Era un muchacho joven, con la piel tostada de duro trabajo, pero escuálido y con pocas fuerzas en apariencia. Vestía, por lo demás con unos sencillos harapos de labriego, tan lejanos de fasto y del boato, con que los cocineros de renombre, solían presentarse. Tenía el paso inseguro, intimidado seguramente, por la fastuosidad de aquel lugar. Pero su mirada era clara y directa, sin miedo. Y el otrora poderoso guerrero tuvo que admitir que aquella disposición del muchacho le sorprendió agradablemente. Quien sabe si por recordarle sus años de gloria caballeresca...

- Y bien... dime... eres tu quien cree poder saciar mi apetito y mi curiosidad con tu arte, pequeño mozalbete...

La ironía y la sorna eran patentes en la voz del hombre.

- Señor, grande es la fama de vuestro conocimiento y vuestro paladar. Pero he venido a pediros, que si confiáis en mi, bien puedo llevaros hasta un lugar, donde todo ese conocimiento y ese apetito, os serán saciados, como nunca lo fueron antes. Mi arte en los fogones, sólo allí podréis probarlo, pues allí tengo la cocina dispuesta de tal modo a satisfacer cuanto necesito. Intentarlo aquí, en vuestras cocinas, no me llevaría más que a fracasar, seguramente.

Quizás por la sencillez de las palabras del muchacho, quizás por el hastío que da la insatisfacción, quizás movido por el recuerdo de sus viajes de juventud, el caso es que el poderoso señor acabó aceptando la oferta del muchacho. Y todo se dispuso para la marcha, un rico carruaje escoltado por varios guardias de pomposo uniforme. Y partió la comitiva, siguiendo las indicaciones del muchacho. Pero, a pocas leguas del lugar, en un recodo del solitario camino, un gran número de forajidos asaltó la comitiva, acabó con la pequeña guarnición que la escoltaba y dejó al señor y al muchacho con lo puesto en el camino, llevándose hasta el carruaje entre grandes carcajadas. El poderoso caballero maldijo no estar tan en forma como en sus años mozos para hacerles frente y juró que, a la vuelta, mandaría darles caza hasta acabar con ellos y, cuando toda la fuerza se le fue en insultos y juramentos, volvió el rostro hacia el muchacho y le dijo...

- y bien, mi joven cocinero, ¿qué hemos de hacer ahora?.
- Si mi señor tiene a bien seguirme, el lugar del que os he hablado esta tras esas montañas, apenas a un par de jornadas de aquí, y conozco un atajo que nos llevara hasta allí. Por el mismo he venido yo.
- ¿cómo, pretendes por caso que te siga por estos caminos a pie?¿es que quieres matarme de hambre y cansancio, muchacho?
- No moriremos, mi señor. El camino no es demasiado abrupto y estamos a las puertas del verano. Hace buen tiempo y el bosque esta repleto de frutos que podremos comer.

Y sin más palabra. El muchacho empezó a caminar. Sea como sea y por la razón que fuese, el caballero, bien que renegando y resoplando, siguió al muchacho. Para ahorraros cuento, baste decir que fueron dos largas jornadas de marcha entre bosques y riscos de montaña, durante los cuales, más de una vez maldijo y desfalleció el caballero, y durante los cuales, el muchacho cogió frutos y bayas del bosque para comer, encendió el fuego para calentarse durante la noche y nada más dijo. Al cabo, casi desfallecido de hambre y cansancio el caballero, vieron, al pie de la montaña, una modesta casa, rodeada de un pequeño campo de cultivo.

- Allí es, mi señor. Ya hemos llegado.

Con un estirón de sus últimas fuerzas, llegó el caballero al final del viaje. Era tal su cansancio, que cuando traspasaron la puerta de aquel humilde hogar y sus posaderas hallaron un duro jergón en el suelo, el caballero se durmió de inmediato...

Un olor muy agradable le despertó un buen rato más tarde. Al fondo de la estancia casi en penumbras, el muchacho se afanaba ante un puchero. Al lado en un pequeño horno, se doraban unas hogazas de pan. La tarde declinaba y por la luz que entraba en la única ventana de aquel hogar, el caballero pudo observar la estancia. Pobre y desvencijada, sin comodidades. A un tiempo un aire de paz se notaba. Quizás fuera el olor de las espigas de trigo maduro que la suave brisa de la tarde empujaba dentro del hogar. Sea como fuere, el caballero se encontró agradablemente cómodo. Más de lo que recordaba en mucho tiempo. Y es entonces que un sonar de tripas se dejo oír en la estancia...

- Ya os habéis despertado, bien señor, a tiempo para la cena. Si gustáis podéis sentaros a la mesa.

Diciendo estas palabras, el muchacho encendió el cabo de un candil, lo puso en medio de la mesa, y tomando un cucharón, llenó dos platos hondos, hasta el borde, del guiso que cocía en el fuego. Luego, sacó del horno dos hogazas de pan que cubrió con un paño para que no enfriaran muy rápido y las dispuso a la mesa. Una jarra de agua fresca cumplimentaba toda la mesa. Sin más preámbulo, se sentaron y empezaron a a dar buena cuenta de la comida, con gran apetito.
- Es de vuestro gusto señor? – Preguntó el muchacho.
- He decir que esta sopa en la que nada más agua que condimento y es algo sosa no esta mal del todo. Y este pan caliente, esta falto de sal, pero es comestible...
- Si me permitis señor, mientras comemos me gustaría contaros una pequeña historia para entreteneros...
- Adelante, muchacho, adelante...
- Vereis señor, Esta es mi hogar. Aquí crecí junto a mi padre y mi madre. Mi padre, hace unos años,, fue un cocinero de gran nombre. Vivíamos en una gran casa junto a un lago hermoso. Pero un día, mi padre aceptó ser el cocinero de un poderoso señor, cuyo apetito no lograba saciar. Su dominio de los fogones era grande, pero aquel hombre no parecía estar satisfecho con nada. Cada día volvía más cansado a casa y más desesperado. Un día decidió jugárselo todo y recordando un vieja receta que alguien le trajo de los lejanos países del oriente, preparó un manjar, que dicen, era único en el mundo. Lengua de ruiseñor. Una exquisitez, según cuentan, pero, claro está, de poco comer. El resultado satisfizo el paladar de aquel señor, más no su apetito y este, enojado, mando que le encerraran en la mazmorra más oscura de su castillo. Madre se quedo sola para cuidarme y como pudo fue saliendo adelante. Vendió cuanto poseíamos, y la pobreza se instaló en nuestro hogar. Así un día, decidió salir a buscar trabajo. No ganaba mucho pero fue suficiente para mantenernos. Ella me enseñó a cocinar estas pobres sopas y amasar el pan de cada día. Trabajaba mucho y solía volver muy tarde. Yo, con la impaciencia que dan los años de juventud, un día le increpé por ser tan pobres, mientras estábamos comiendo, recuerdo, una sopa como la que hoy gustamos. Esa noche me contó la historia de mi padre y luego me contó como, tras vender todo cuanto teníamos, un día decidió vender sus cuerpo para no morirnos de hambre y así, desde entonces. “Es una pena que mi cuerpo sea un campo de espigas maduro. Quizás si fuera de espiga verde y joven, viviríamos mejor”. Ese día comprendí muchas cosas. Como los golpes que, de vez en cuando, afeaban sus rostro. Cuando terminó de contarme estas cosas me preguntó, lo que os voy a preguntar yo mismo. ¿Esta buena la comida?

El caballero que había comenzado a oír la historia mientras comía. En ese momento le estaba mirando como si lo viera por primera vez. Gruesas lágrimas, rodaban de sus ojos hasta caer en la sopa y la hogaza de pan...

- Es lo mejor que he comida nunca...
- Eso mismo le dije yo a mi madre y sabéis lo que me respondió?... “es la misma comida de siempre pero tus lágrimas le han puesto el punto de sal que les faltaba”...

Y cuentan que de esta forma llegó el caballero a sentirse, pro primera vez en mucho tiempo, satisfecho. Y cuentan que desde ese día, el caballero y el cocinero fueron amigos por el resto de sus vidas y esa amistad mucho de provecho y bienestar trajo al reino…

Y cuenta muchas cosas, pero por ahora, demos por terminado el cuento hasta un nuevo encuentro.